Están tirados los
muertos en la fosa común de San Fernando. Cuentan que Pepito, el descerebrado fascista
que daba la última patada a los cuerpos en el borde del boquete, se quedó cojo
por hacerlo… como si fuera una venganza bíblica por su perversidad. Pues con venganza
o sin ella, cojeando iba a su misa de doce todos los domingos. La posguerra
española era así de hipócrita, los hombres
de orden iban a esas misas de doce en tropel, a hacerse ver y a recibir la
eucaristía de don Recaredo… otro espécimen que tal calaña.
Fosa
del franquismo en el cementerio de San Fernando. AMEDE
excava y exhuma con la colaboración de la Junta de Andalucía, Diputación
de Cádiz y Ayuntamiento de San Fernando.
Pero que no se
confundan Pepito y don Recaredo, que estos de la fosa no son sus muertos por
mucho que los pateara hasta el fondo, o por mucho que los bendijera antes de
morir a balazos con las manos atadas. No, no son sus muertos, son vilezas que
mantuvieron ocultas y sepultas bajo cal y zahorra. Que no se confundan ni ellos
ni los equidistantes que prefieren no
remover el pasado y olvidarlo… porque esa equidistancia supone seguir negando
la dignidad a las víctimas asesinadas…
…podemos olvidar
muchas cosas, pero una imagen, no. Una imagen no se olvida.
Para los asesinos,
los muertos pertenecen a la tierra y al pasado. A los asesinos les gusta que la
tierra se los coma, los aprisione y los silencie, que para eso los mataron en
el 36 y los escondieron bajo una capa de cal, zahorra y escombros. Para eso, para
que no pensaran, para que no hablaran, para que no señalaran la ignominia que
cometían los fascistas, y muchos militares y curas de este país. Los mataron
para que no respiraran, para hacerlos invisibles, para que los olvidáramos. Los
asesinos y sus cómplices, y también los hombres y mujeres que hoy día, después
de 80 años, insisten en dejarlos descansar (como si estos muertos hubieran
descansado un solo momento desde entonces)… los ciudadanos que hoy dicen que para qué remover el pasado y hurgar en las
heridas cerradas, a estos no les gusta que los muertos se asomen desde las
fosas abiertas. Seguramente, a muchos, les incomoda verlos porque precisamente,
antes que muertos, están observando los crímenes que cometieron personas de una
cuerda ideológica que podría ser la suya y se avergüenzan de esa cercanía.
Pero estos muertos
que hoy sacamos de las fosas ya no pertenecen a la tierra apelmazada de odio, ya
pertenecen a la brisa, a las palabras y a la lluvia. Ya son parte integrante de
la memoria colectiva… ni siquiera son únicamente el patrimonio de unos hijos y
nietos que han sabido mantener la llama y las fuerzas para rescatarlos del
olvido. Son de todos nosotros. Estos muertos pertenecen a la historia que conforma
el alma colectiva de los pueblos. Son muertos que nos proporcionan entidad
propia y un carácter reconocible como grupo. Su muerte ha servido también para
ser el pueblo que somos.
La barbarie
fascista española convirtió a estos muertos en substratos de ideas y esponja de
sentimientos. Nos apoyamos en ellos. Ahora que ya no están adheridos a la
tierra, ahora que los hemos liberado de su presidio, ya pertenecen a las
utopías que ellos soñaron. No lo sabían, pero su muerte ha servido para que sus
huesos sean enciclopedias abiertas donde escribir sus historias. Para que cada
imagen de cada hueso sea la estrofa de una gesta del pueblo. Para que cada
imagen de cada hueso tenga el valor pedagógico de un millón de buenos ejemplos,
para eso…
…y sólo cuando
sean verdadera memoria, descansarán ellos y sus verdugos. No antes.
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