jueves, 18 de mayo de 2017

Los señores del Pino

Ella quiso que dijera una palabras en la ceremonia… y apenas pude. Los tanatorios ya suelen tener una sala sin símbolos religiosos para estos casos. Era lo propio para mi amigo. No era él un hombre de fe y habría sido una broma macabra relacionarle con liturgias religiosas. Él estaba convencido de muchas cosas, pero NO CREÍA, intentaba COMPRENDER. Y si no alcanzaba el conocimiento —porque la condición humana es así de limitada—, confiaba en que otros sí lo hicieran. La fe era inaceptable para él por la dejadez racional que supone.

Casi todos mantuvieron la entereza. Yo no pude… les expliqué a trompicones que hacía mucho tiempo, en el año 1980, a finales de agosto, mi amigo cumplió los treinta. Intenté que le imaginaran con treinta años, alto, guapo, con esa sonrisa socarrona…

estábamos en la Sierra de Cazorla, cuando Cazorla era un paraíso prácticamente virgen. Acampados en un prado. Dos tiendas al pie de un bosque espeso de pinos grandes. Al otro lado del prado, un riachuelo de agua cristalina. ¡Era final de agosto y, a pesar de la estación, el riachuelo discurría con fuerza! Todas las tardes, entre las cuatro y las cinco el cielo se encapotaba y descargaba un aguacero brusco y abundante…



Les conté que un hombre que acampaba al final del prado aprovechaba para enjabonarse la cabeza, el cuerpo y hasta le daba tiempo a enjuagarse. No había por allí duchas ni nada por el estilo y el tío se duchaba todos los días con la tormenta… y, ahora que lo pienso, ¡yo no recuerdo cómo nos lavábamos nosotros!

…la noche que mi amigo cumplió treinta años, de madrugada, se desencadenó una tormenta de narices. El viento acabó abatiendo un enorme pino que crecía junto a nosotros. El sonido fue espeluznante. Afortunadamente lo tiró para el lado contrario de nuestras tiendas, porque de otro modo nos habría aplastado y ensartado con las ramas. Era tan intimidante la fuerza natural desencadenada que a las tres de la madrugada abandonamos las tiendas y los equipajes, y nos marchamos con lo puesto, en su Dyane 6, al Parador Nacional de Cazorla…

…cuando nos vieron aparecer de aquella guisa, desencajados y contando una confusa historia de un pino que se había caído, se apiadaron de nosotros y nos metieron en las antiguas cuadras que se usaron para alojar a la escolta de Franco cuando el general iba a cazar por esos lares.

…a la mañana siguiente, durante el desayuno, los trabajadores del Parador decían que éramos los señores del Pino. Y esta forma de llamarnos la hemos mantenido mucho tiempo como una cosa de complicidad…

Entonces explique que les había contado esa tontería porque así tendrían una razón más para recordar nuestro amigo como el señor del Pino… que lo había contado en la inteligencia de que cada hombre no muere del todo mientras queden hombres y mujeres que le recuerden, compañeras que le amen, hijos y hermanos que le añoren, y amigos que le echen de menos. Pero no sé si me expliqué…

Cada hombre es la suma de un millón de momentos vividos; de amores que nos traspasan, de odios que generamos, de lecturas medio entendidas, de hombres y mujeres que nos rozan… y cada uno de esos momentos condiciona, aunque sea infinitesimalmente, el resto de la vida. Cada hombre es también la consecuencia de las conversaciones mantenidas. Y yo he tenido el privilegio de escuchar muchas veces a mi amigo…

Confesé que parte de lo que soy, de lo que pienso, de lo que me indigna, es a consecuencia de él. Les dije que mi amigo me atravesó y que mientras yo viviera él no morirá del todo… y que había sido un privilegio haberle tenido.

Pedí un aplauso para él. Vi cómo lo hacía ella, la señora del Pino, la mujer fuerte de puertas para afuera, y miré por última vez el ataúd de mi amigo…


domingo, 7 de mayo de 2017

El mundo de María

Yo la he visto abrazada al cuerpo de su hija. Sin fuerzas para llorar y sin comprender. Con ochenta y ocho años debería ser ella la que recibiera los llantos y no al revés. Pero la muerte pasó a su lado sin prestarle atención porque buscaba con saña a su pequeña. Hasta que se la llevó. La Señora de Negro siempre acaba imponiendo su fea voluntad. Y no lo entiende. María no entiende para qué sigue viva…


Todos los días la visitamos en la Residencia. La encuentro relajada en su butaca con los ojos entornados y me sonríe. Somos uno de los hitos que rompen su rutina diaria. Se apoya en el bastón y en mi brazo y, con permiso de sus rodillas, caminamos juntos hasta un rincón donde nos cuenta las cosas que va descubriendo día a día entre esas paredes y entre los hombres y mujeres que comparten ahora su vida. María apenas interfiere en su entorno, prefiere que la vida transcurra sin ella, que la dejen al margen y que nadie espere nada de María. Sonríe a todos sus compañeros y le gusta que le digan lo guapa que se ha puesto hoy. Y así los va conquistando…

Su mundo es ahora un pequeño universo estructurado donde cada anciano tiene su lugar. Ocupan siempre el mismo butacón. A esas edades es mejor que la vida esté pautada y que cada cual conozca qué va a pasar a continuación… las luchas por un status y la conquista por el liderazgo del grupo son cosas que hay que evitar. Pero ocurren.

Para María el transcurso del tiempo se hace más relativo cada día qué pasa. Ocurre que las mañanas son eternas y las tardes efímeras, o al revés. A María le cuesta a veces saber si lo que viene a continuación es la comida o la cena. Entre comida y cena se sienta junto a Fermina, que habla muy bajito y con acento murciano. María oye muy poco y por eso no la entiende, pero afirma cuando intuye que le hace una pregunta, y le sonríe. De alguna forma encuentran la manera de comunicarse porque comparten el mismo universo y conocen cuáles son las preguntas… luego, cada una compone la respuesta que se le antoja. Fermina tiene un hijo, pero vive lejos y la visita poco. María no sabe si Fermina tiene nietos… a lo mejor se lo ha dicho, pero María oye muy poco y Fermina habla en susurros, y así no hay manera.

José Domingo tiene tres dientes y se mueve con soltura por la Residencia, se conoce todos los rincones y se sabe todas las vueltas del funcionamiento. Cada vez que me encuentra me pide cincuenta céntimos para un cafelito… y me encuentra cada cinco minutos porque tiene memoria de pez. Lo tiene terminantemente prohibido, pero no hace caso y pide a todos los visitantes; se ve que no puede evitarlo. Al final hay que ponerse serios con él y sólo entonces se marcha.

Carmela viste siempre en todos marrones y lee libros para su hermano que va en silla de ruedas. Ella y su hermano no son demasiado mayores, siempre van juntos y a ambos les cuesta devolver el saludo cuando entro en la sala-biblioteca, aunque lo haga todos los días a la misma hora y les dedique un gesto amable. Carmela lee en voz alta y su hermano mira al frente imaginando la escena…

Juana se ha quedado dormida en una butaca de la biblioteca, entre sol y sombra. La cabeza caída y en la mano sostiene una vieja foto de un militar joven…

Hay ancianos que se aíslan voluntariamente… otros están radicalmente solos y no esperan nada. Recuerdo la primera vez que entré en la sala grande y los vi a todos sentados, muchos dormidos, otros desparramados en sus sillas de ruedas. Y recuerdo a mi sobrino Juanito, el nieto de María, que me decía con lágrimas en los ojos que no podía con esa estampa. Yo lo he comprendido al cabo de un tiempo. No imaginaba que detrás de cada uno de ellos, aparentemente abandonados a la indolencia, que no parecen esperar nada del tiempo que les toca vivir, latían tantísimas emociones… cada uno de ellos tiene un nombre, una identidad única, una historia viva y me entregan una sonrisa cada vez que entro en la sala. Los conozco ahora, Juanito, y sé lo feliz que son cuando se les dedica una simple sonrisa: te veo y te reconozco, le estás diciendo a cada uno.

Es tan sencillo.