miércoles, 31 de agosto de 2016

Historias en diferido: La imprudencia de Luisito

Sobre las peripecias de Alex y Yoli, cooperantes en la Comunidad Inti Wara Yassi, selva amazónica de Cochabamba.

Episodio anterior: 1 - De Viru-Viru a Campo Machía 

Al final murió Luisito. Era muy pequeño el pobre, y estaba tan débil que no pudo superar la operación; la primera en la que participaba Yoli. Luisito era un mono capuchino recogido por la ONG Comunidad Inti Wara Yassi (CIWY) de Bolivia en Campo Machía. El pobre monito simplemente se había comido una cucaracha. Cuestión de hambre, supongo. Y la muy asquerosa tenía su aparato digestivo infestado de larvas de prosthenorchis. En consecuencia el pequeño Luisito acabó con sus tripas completamente atoradas de gusanos. Dicen los que saben de estas cosas que la única solución, y mala, es la extracción quirúrgica de los gusanos… Yo por eso no soy de comer cucarachas.

Ale (el de la barba y trencita) y Yoli en Campo Machía (centro de recuperación de fauna salvaje), selva amazónica de Cochabamba, Bolivia

Ella (Yoli) se ocupa en la clínica veterinaria, y allí apaña el bienestar sanitario de los animales… y ya puestos, también es la encargada de coser los mordiscos que los monos pegan a los humanos. En la selva de Cochabamba pasa como en las películas del oeste, que el veterinario es el que cose las heridas. Me han contado que en ese campamento todo el mundo tiene algún mordisco de mono capuchino que, en opinión de Ale, son unos cabroncetes (aunque no todos, matiza)… y lo dice con soltura, como el que está convencido de algo. Por ejemplo, el antiguo veterinario (al que sustituye Yoli) se marcha con cinco mordiscos capuchinos en el cuerpo. Sin embargo, casi todos los monos araña son un encanto y se dejan acariciar como peluches. 


Yo creo que hay algo personal entre los capuchinos y Ale… que se está dejando crecer la barba para ver si así impone un poco de respeto y lo reconocen como macho alfa. Porque, por el momento, se cachondean de él con total impunidad.

Sí, sí… son muy listos los capuchinos, y muy cabroncetes también — Insiste—. Te lo digo yo, que me quieren arrancar la trencita —. Se refiere a una trencita que lleva criando en la nuca desde hace diez años. Dice que se puso una gorra para taparla, pero los monos se la quitaron en cuanto entró en el recinto. Ahora dice que se va a hacer un moñito con la trenza a ver si así pasa desapercibida… Pero no sé, yo creo que como no conquiste la posición alfa se la arrancan.

Al final no estuvo tan mal la cosa. La parejita recaló en Parque Machía, pero podían haber acabado en Ambue Ari o en Jacj Cuisi, campamentos de la misma ONG pero con unas condiciones de habitabilidad, digamos, más sencillas… o sea, cobertizos comunales, viejas tiendas militares de campaña y un grupo electrógeno que funciona dos horas al día para recargar los portátiles (los móviles no hacen falta porque hasta allí no llega señal alguna). Y, por supuesto, con letrinas de las de toda la vida, o sea, una zanja improvisada en el suelo y una tabla que la atraviesa para colocar estratégicamente los pies y que la cosa caiga donde debe caer. Luego, cuando la zanja está medianamente llena, se tapa y se abre otra. Estas soluciones son viejas -servidor las ha usado mucho- pero funcionan bien y están muy experimentadas.

Eso sí… el campamento de Ambue Ari tiene un pequeño inconveniente: se inunda periódicamente y el agua llega hasta las pantorrillas. De todos modos, ya digo, se instalaron inicialmente en el campamento base de la ONG, en Parque Machía, un lugar estable y confortable comparado con los otros dos centros y, además, ubicado en el borde de la civilización.

(...y conste aquí mi admiración por el pueblo boliviano, explotado desde hace siglos, primero por los colonizadores y luego por oligarquía que detenta el poder contra el indigenismo. Pueblo que, en detalles como este, ha sabido extraer la sensibilidad y la cordura para mirar su futuro con coherencia).

Los medios de habitabilidad pueden ser modestos, pero cuando ofreces cuanto tienes lo estás ofreciendo todo, y no hay mayor generosidad que esa. Eso pasa allí, en Campo Machía… que a pesar de las carencias es un lujo disponer de un refugio que respeta la intimidad, con cama de paja prensada —aunque sea dura como una piedra—, con ventanas sin cristales, con malla metálica, aunque estén rota… por cierto, que dice Yoli que por allí les entra todo tipo de bichos. Tienen una araña enorme que vive en una esquina de la habitación, dentro de un boquete, y a veces saca las patitas peludas por la puerta de la madriguera… pero las arañas son buenas porque comen insectos, y de esos hay muchos. Es un refugio con ducha privada… y por el desagüe salen ranitas. Es lo que tiene vivir en un sitio con tanta biodiversidad, que los bichos conviven contigo y hasta se alimentan de ti…

…pero ya digo, cuando ofreces todo cuanto tienes lo estás ofreciendo todo y no hay generosidad mayor. Por una parte y por la otra.

Siguiente episodio: Yoli Potter


sábado, 27 de agosto de 2016

Historias en diferido: De Viru-Viru a Campo Machía

Sobre las peripecias de Alex y Yoli, cooperantes en la Comunidad Inti Wara Yassi, selva amazónica de Cochabamba.

Cuentan que la primera impresión fue deprimente, que la pobreza era tan profunda que el ánimo se les vino a los pies. Decían que una cosa era saberlo y otra muy distinta era verla en directo, a dos palmos de tus privilegiadas narices de primer mundo. Tres días después de la llegada, decía Yoli que no se le quitaba de la cabeza lo que había visto en el camino. No es un reproche decir que un país es pobre, ni es menosprecio explicar que existe una pobreza insolente y una enorme falta de medios. No hay indignidad en ser pobre. Lo indigno seria estar resignado. Y de eso, de resignación, tampoco somos del todo culpables.


La joven veterinaria y el joven biólogo, ambos preparados en las universidades de España, habían salido desde la Terminal 4 de Madrid a las diez de la noche de un día de verano. Y, después de sobrevolar el Atlántico y Brasil, llegaron al aeropuerto de Viru-Viru, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a las cuatro de la madrugada del día siguiente. Un aeropuerto pequeñito y vacío a esas horas. Era la primera etapa de un viaje que debía finalizar en Campo Machía, selva amazónica de Bolivia…

…hay que ser joven para afrontar ese cambio de vida. Y valientes para dejar sus trabajos en España (que, aunque protestemos mucho o poco, es un primer mundo a trancas y barrancas) y recalar en una ONG boliviana, en mitad de la selva, para trabajar recuperando fauna salvaje con medios muy precarios y métodos muy poco aconsejables.

Dos mochilas por cabeza. Una en la espalda y otra en el pecho. Era todo el bagaje que llevaron… aparte, su ilusión y sus conocimientos. Y lo que no cupo en las mochilas no era necesario. Yo comulgo con esa idea, que viajar con poco equipaje proporciona más libertad.


Decidieron los dos no esperar al amanecer en ese aeropuerto solitario y acordaron rematar el viaje con un taxista que les inspiró cierta confianza. Luego me dijeron que el taxista les quería matar… que allí conducen como les da la gana, sin respetar nada ni a nadie. No conocen el peligro, simplemente mastican hojas de coca y se pican con otros conductores, a ver quién llega antes, adelantando en curvas y cometiendo imprudencias impensables, por unas carreteras pésimas. Esa es su experiencia por el momento... Cuentan que le preguntaron al taxista qué significaban esos postes que jalonaban la carretera de vez en cuando, y les dijo el hombre que eran recuerdos de personas atropelladas… Sí, que allí había que andarse con ojo porque había mucho loco al volante (¡decía el hideputa!)

a mitad de trayecto, cuando atravesaban el Parque Nacional Amboro por la Ruta Nacional 4, se les pinchó una rueda. El conductor, por supuesto, no tenía la de repuesto. Hojas de coca sí llevaba, pero rueda, ¿para qué coño? Dice Alejandro que pararon junto a una chabola en la que vivía un hombre "que le hacía cosas a los coches". ¡Y que entre los dos apañaron una rueda de motocicleta y se la colocaron! Y así, dando tumbos, después de siete horas de viaje para recorrer algo más de trescientos kilómetros, llegaron al campamento del Parque Machía.


Eran las 11 de la mañana de su primer día en la selva de Cochabamba... 

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miércoles, 24 de agosto de 2016

Los pacientes del Palacete Rojo

Los pacientes no pueden salir al jardín sin compañía. Lo más probable es que no sepan muy bien qué hacen allí encerrados. Es un palacete de primeros de siglo XX que conserva en las paredes azulejos vistosos y una escalera retorcida que tiene que ser un suplicio subir y bajar… los pacientes no la usan, ellos suben y bajan de las habitaciones en un ascensor añadido a la estructura original.


Lo más probable es que ellos se quieran marchar a recuperar su mundo inventado por eso no los dejan salir al jardín sin compañía, para protegerlos de ellos mismos. Y deambulan de aquí para allá por la planta baja, junto a la recepción. Hay dos salas de estar-visita y ellos se sientan en silencio mirando al suelo. No hay conversaciones… sólo los familiares intentan poner un poco de normalidad a la situación.

María se pinta los labios muy por encima de su línea, y lo hace con esmero y mucha atención. Y pasea por el vestíbulo con una mancha de rojo carmín que oculta su boca… No hay expresión en su cara. Ni alegría, ni tristeza, ni ira. Tal vez sea eso lo que distingue a estos pacientes… no tienen —o los tratamientos les priva— expresividad.

Paca se coloca un cigarrillo en la comisura de los labios y sale al patio interior buscando fuego. Paca perece que se ríe… pero a la tercera vez que la veo pasar comprendo que no es risa ni alegría, es simplemente la mueca de Paca.

Es un patio interior cerrado y encorsetado entre los pabellones de ladrillos rojos… se percibe un intento de alegrar el recinto. Hay macetas con plantas bien cuidadas y una fuente de borbotea alegre, y parasoles y mesas redondas con sillas alrededor… pero los pacientes se sientan todos contra la pared y miran al suelo, sumisos, a dejar pasar el tiempo. Y lo profundamente triste y decepcionante es la sensación que transmiten. No parecen esperar nada de la vida, no hay nada para después de este instante… ni siquiera la hora de la cena.

Paca ha salido al patio a prender su cigarrillo. Tienen el encendedor prisionero con una cadena corta. Lo enciende y se marcha dando bocanadas de humo y pasitos cortos, arrastrando los pies… parece que se ríe Paca, pero sólo es su mueca. A veces llegan personas, casi todas son mujeres, que se mueven con algo más de soltura y gracia, a prender el cigarrillo desde el encendedor prisionero… pero un vistazo a la cara nos la identifica como paciente del Palacete de Ladrillos Rojos.

Ella nos pide frutos secos salados. No puede salir a comprarlos al jardín, pero nosotros sí. Y cada vez que se mete un maíz tostado en la boca cierra los ojos y disfruta del placer de la sal. Ella también ha perdido expresividad… pero no toda. Sonríe con las cosas que contamos, a veces se ríe abiertamente con los recuerdos comunes que van aflorando. Le regalamos varios bolígrafos de colores, una libreta de pastas duras y una invitación a escribir… Prueba las puntas de los bolígrafos para ver la suavidad. Conserva una caligrafía elegante y culta…

…y hace planes para emprender nuevos viajes. Ella sí espera un futuro mejor.

martes, 2 de agosto de 2016

Un árbol en el tejado


El edificio número 42 era el cuartel de Infantería de Marina de los viejos Polvorines de Fadricas. Hoy, después de quince años de abandono, es una ruina realmente singular: en la azotea le ha crecido un eucalipto de enormes proporciones. Las raíces colonizaron los desagües hasta colmarlos y reventarlos, y profundizaron en las paredes hasta llegar al suelo y buscar y encontrar la capa freática… se ve que los eucaliptos conocen muy bien su trabajo. Estos elementos por separado -la ruina de un cuartelillo y un árbol- no significan gran cosa, pero la simbiosis de ambos elementos y la sorpresa que provoca la composición sí resulta interesante.



Es tan grande el árbol, y está en una situación tan inestable, que el día menos pensado caerán ambos, el árbol y el viejo cuartel… a no ser que tomemos conciencia de la extraña situación: un enorme eucalipto enraizado en una frágil ruina que lo sostiene de forma inestable.

¿Y si fuéramos capaces de reconocer en esta singularidad una simbiosis patrimonial, natural y cultural al mismo tiempo? ¿Y si fuéramos capaces de hacer lo necesario para convertir esta singularidad en algo bello, estable y duradero, en algo digno de admirar en el tiempo? Esta elucubración utópica intentaría estabilizar la ruina, dejarla reconocible como tal y mimar al ser vivo que aloja y soporta. ¿Por qué no?

Si no recuerdo mal, cada quince días llegaba a ese cuartelillo un destacamento de infantes de marina al mando de un teniente. Estos hombres se hacían cargo de la vigilancia del amplio recinto de los Polvorines de Fadricas (San Fernando, Cádiz). Veintiséis almacenes, cargaditos de municiones para la Armada Española, bien merecían un cuidado especial.

Recuerdo que intermitentemente llegaba un infante tan bruto que le gustaba incitar a un macho cabrío que andaba por allí, para toparse con el animal. Este bicho (el de cuernos, digo) andaba por los polvorines a su antojo, le llamábamos Perico en clara alusión a don Pedro, el jefe de todo aquello, que también lanzaba cornadas a diestro y siniestro. El animal tenía una mala leche aprendida y espoleada por los propios infantes de marina, que lo buscaban y lo cabreaban hasta que atacaba. El juego consistía en esquivarlo, pero cuando el bicho quedaba frustrado la emprendía con las motocicletas y con los coches… o con los químicos que íbamos del laboratorio a la oficina sin saber nada de la pelea que tenían montada estos cabrones. ¡Malditos tales! Los dos, los de cuernos y los de cabeza pequeña y dura. El pobre Perico acabó loco como una cabra y totalmente incontrolable. Era peligroso hacer cualquier recorrido al descubierto porque si te pillaba desprevenido te envestía.

Al Perico nos lo comimos unas navidades en la cantina de los polvorines. El sargento-cocina lo adobó con tomillo y la mejorana que crecía en la parte alta, entre los polvorines B6 y B10… unas plantas muy olorosas, por cierto. Guardaron el cráneo con sus cuernos tan retorcidos como sus ideas. Lo limpiaron, blanquearon y lo colocaron sobre la puerta del cuartelillo. Desde entonces don Pedro, que era Capitán de Fragata, jefe de los Polvorines de Fadricas, no sabía cómo reaccionar cuando nos referíamos en su presencia a ‘los cuernos del Perico’. ¡Con lo que era don Pedro!

Pues ya digo, hoy el edificio 42 -el viejo cuartel de Infantería de Marina- ofrece su frágil techumbre a un árbol que cuanto más crece más se condena. Siempre me ha fascinado ver cómo la vida se abre camino en cualquier lugar… brotes tiernos que son capaces de reventar el asfalto; raíces que levantan aceras; higueras que salen de pequeñas rendijas… todos estos ejemplos se adaptan, pero el enorme árbol sobre el techo de un viejo cuartel no tiene futuro. Es algo singular y efímero… y por eso me resulta bello.

Todo lo singular es valioso, máxime si nos queda tan escaso tiempo para disfrutarlo. No creo que podamos hacer mucho… las utopías siempre son muy lejanas. Por desgracia tenemos que reconocer que hoy la belleza no es rentable.