jueves, 29 de octubre de 2015

Miles de muertos yacen en el Cementerio de los Soldados




«Hay en San Fernando, a orillas de la Bahía de Cádiz, muy cerca de la llamada Casería de Osio, un cementerio olvidado pero repleto de historias y de algún héroe anónimo»

Parecía la cabeza de un fémur humano pulido por el mar. Había perdido la superficie ósea y se apreciaba la filigrana esponjosa del interior. Lo encontré en la orilla de la bahía, detrás del Cementerio de los Soldados (…de San Carlos, de los franceses o de la Casería, que de tantas formas se nombra) Lo más probable es que perteneciera a un soldado o marinero español fallecido en el Hospital de San Carlos durante el siglo XIX. Es lo más probable.



Hay más de cinco mil setecientos muertos enterrados en ese camposanto de la Isla (5.782 exactamente) Fue un cementerio católico, y hoy apenas es un solar abandonado y rodeado parcialmente de muros ruinosos. No tiene cruces, es un camposanto sin lápidas y sin epitafios. Nadie lo visita cada primero de noviembre. Nadie limpia los nichos… porque los nichos se derrumbaron hace lustros. Nadie lleva flores ni llora a sus muertos, porque nadie recuerda a los difuntos que allí reposan. Los restos de todos ellos forman parte de una tierra que nutre la matalahúva que crece salvaje en el solar. No tiene puertas el Cementerio de los Soldados, y el calor lo abrasa, y los vientos lo barren, y la lluvia lo empapa…

No sabemos quién tuvo el dudoso honor de inaugurarlo. Podríamos suponer que fuera el primer prisionero francés que falleció el 20 de febrero de 1809 en el recién abierto Hospital de San Carlos (centro sanitario provisional que se habilitó expresamente para atender a los prisioneros franceses, y evitar así un desastre humanitario en las poblaciones de la Bahía de Cádiz) Este anónimo primer inquilino del cementerio pudo ser un marinero rendido con la escuadra del vicealmirante Rosily o algún soldado del general Dupont derrotado en Bailén. No lo sabemos. Lo que sí aseguramos es que fue uno de tantos franceses que padecieron el penoso encierro en los pontones-prisión anclados en mitad de la bahía gaditana.

Los dos primeros enterrados en el Cementerio de los Soldados, de los que tenemos conocimiento, murieron el primero de agosto de 1809 en el Hospital de San Carlos. Ambos, el sargento Jean Pinot, preso en el Cuartel de San Carlos, y el soldado Jean Brull, prisionero en el pontón Terrible, fueron atendidos de sus enfermedades en dicho hospital —condición indispensable para ser enterrado en su cementerio asociado—. Un total de trescientos trece franceses se inhumaron en él entre agosto de 1809 y febrero de 1810… y nada los recuerda. Ni una cruz, ni una lápida, ni un hito. Nada.

Y cuando en febrero de 1810, el mariscal Víctor puso sitio a las islas gaditanas, todos los prisioneros franceses, sanos o enfermos, fueron devueltos a los pontones. El Hospital de San Carlos se desalojó y se preparó para atender a los heridos españoles. Pero curiosamente, el primer muerto registrado no es un soldado, sino la hija de un empleado del hospital: Matea Callejas. Natural de Robledillo, huérfana de padre e hija de Manuela Cubillo, que se había casado en segundas nupcias con José Hernández Thomé, comisario de sala de dicho hospital. Matea falleció el siete de abril de 1810.

Y después de Matea el Cementerio de los Soldados acogió, entre 1810 y 1911, a 5.468 españoles fallecidos. Y entre ellos a los más de novecientos muertos en la defensa de La Isla de León durante el asedio francés de 1810 a 1812. Estos, y muchos más, defendieron la independencia del reino «…cuando España era una isla». Todos ellos cayeron mientras a sus espaldas se gestaba la primera constitución de nuestra historia. Y nada los recuerda en la vieja Isla de León. Ni siquiera un pequeño hito en el cementerio que los acogió rememora su sacrificio. Nada.

Reposan en la tierra del cementerio una veintena de franceses pertenecientes a los Cien Mil Hijos de San Luis; cinco hermanas de la Caridad; tres ahorcados y descuartizados; mujeres, niños, y también reposa Alberto Diz, un pobre mozo que trabajaba en la botica del hospital, y que cayó al pozo de la cocina el uno de enero de 1857. Mal empezó el año para el pobre Alberto. Y hay enterrado un pobre chaval de catorce años, aprendiz de carpintero, que se cayó de las gradas del arsenal mientras trabajaba en la reparación de la fragata Princesa de Asturias. Así mismo están inhumados en nuestro cementerio más de quinientas víctimas de la epidemia de fiebre amarilla de 1819; y más de setecientos prisioneros carlistas que murieron de enfermedad entre 1837 y 1841. ¿Qué hacían esos prisioneros carlistas en la Isla de León? Sí, hay muchos muertos y muchas historias enterradas en el Cementerio de San Carlos… y nada los recuerda.

El último enterramiento del que tenemos constancia documental ocurrió el seis de septiembre de 1911. Ese día el capellán del Hospital de San Carlos, don Daniel Burgos, mandó «dar sepultura eclesiástica en el cementerio del establecimiento al cadáver de Manuel Teiro Muiños», un gallego de Sada que fue marinero de la dotación del Carlos V. El pobre había muerto el día anterior de fiebres tifoideas. Tenía veinte años y era soltero.

Y ojalá el pobre galleguiño fuera el último enterrado en el viejo cementerio. Ojalá, porque si los muros hablaran conoceríamos la áspera voz de los fusilamientos, y tal vez pudiéramos poner nombre a los republicanos muertos, víctimas de una represión criminal que permanece impune. Hombres asesinados sin juicio y echados tal vez al osario común. Nunca sabremos con seguridad quienes fueron los últimos enterrados en este viejo cementerio… y nada los recuerda. Nada.

Este camposanto es un valioso patrimonio histórico y cultural de San Fernando. Está declarado Bien de Interés Cultural y Lugar de Memoria Histórica por la Junta de Andalucía, pero su ruina es un homenaje a la desidia general y un reto a la imaginación reconstructiva. Es un camposanto sin cruces, sin lápidas y sin epitafios. Más de treinta y una toneladas de huesos humanos reposan en ese solar, pero no hay nada, ni el menor hito, que los recuerde. Y todos esos muertos merecen respeto y nuestra memoria. ¿Seremos capaces de hacer lo necesario?

martes, 27 de octubre de 2015

La caridad no es la solución, amigo

Y menos aún si es una caridad que se auto exhibe para demostrar la propia bonhomía. Hacer eso será muy cristiano y allanará tu camino al Paraíso Celestial… pero demuestra tu ordinariez. Me refiero a exhibir la caridad —donar ropa y víveres al comedor social del Pan Nuestro, ir al super para entregar la compra a un vecino necesitado, o hacer otra por valor de trescientos euros para Caritas Parroquial de la Ardila— y contarlo después para justificar tu compromiso (¡qué sabrás tú lo que hacen los demás en silencio!)

Pero, fíjate, ser consciente de las necesidades de la gente —como demuestras—, y seguir aplaudiendo a los partidos que han propiciado las políticas que nos han llevado a esto, es muy propio de gente como tú. Gente extraña y abundante, por desgracia. Las personas como tú siguen votando a los corruptos que, además, gobiernan abierta y descaradamente contra ti. A los ciudadanos como tú no les importa votar a políticos que son franquicias de intereses que no son los de la gente común, como tú y como yo. Esos políticos defienden a las grandes corporaciones por encima de tu salud y por encima de la educación de tus hijos y nietos. Votáis a partidos que os empobrece y seguís con sus banderitas al viento y sonrisa de bobalicón… La gente como tú es gente deprimente. 



El sistema neoliberal que nos gobierna —y que tú votas— es un sistema inherentemente injusto porque genera desigualdad a ritmo logarítmico. La gente tiene derecho a una vivienda digna, a una sanidad y a una educación excelentes, y también a una vejez segura… Pero para estas políticas neoliberales nuestros derechos son gastos aberrantes que no producen beneficios. Nuestro bienestar nunca debe depender de la mayor o menor caridad de los que pueden ser caritativos. Los ciudadanos somos sujetos de derechos, no objetivos de la caridad de nadie.

Por mucho que se empeñe en repetir nuestro presidente, las políticas que viven en los genes ideológicos de su partido, son políticas que propician un darwinismo social salvaje… ellos preparan la cancha y luego, sálvese quien pueda porque el Estado no va a intervenir en la sacrosanta libertad de los mercados. Y eso es el germen de un desastre social…

Yo no sé si entiendes esto, porque no sé si hablamos el mismo idioma. A veces me parece que no entiendes nada de lo que te digo porque no hay más sordo que el que no quiere oír… Utilizar la caridad de los ciudadanos para mejorar la calidad vital de las personas que nos rodean será un estupendo acto cristiano, pero es un fracaso colectivo como sociedad. Yo exijo a nuestros gobernantes que regulen la redistribución de la riqueza para amparar a todos los ciudadanos, y que generen una total igualdad de oportunidades para todos. Es decir, quiero que todos, y los que me gobiernen los primeros, trabajemos para hacer una sociedad más justa y no esta cosa que nos han impuesto a traición y con engaños.

Amigo mío, en una sociedad justa la caridad es un trasunto personal y discreto que jamás debe sustituir las obligaciones del Estado. La solidaridad institucionalizada, regulada y blindada por ley, es lo que debe solventar las situaciones de indigencia y abandono.

Y mientras tanto, menos golpes caritativos de pecho y más pelea para que se apliquen políticas sociales, agresivas y humanas.

Querías una respuesta a tus palabras. Me lo has puesto a huevo.

sábado, 17 de octubre de 2015

Lucho

Había viajado por todo el mundo pero yo le conocí en Cádiz, donde la luz del atardecer enamora. No sé… siempre se nos olvida que nuestros paisajes cotidianos pueden resultar extraordinarios para el que los mira por primera vez. Eso le pasó a Lucho, que se remansó en la Caleta y fue aquí donde dejó de huir y empezó a dejar que el mundo y la vida pasaran por delante de él, sin interferir…

…pero no sé, la verdad. Lo mismo no fue la luz de la Caleta, o el paisaje y el paisanaje de Cádiz, a lo mejor lo que le hizo varar en la orilla fuera Silvia.

Teníamos amigos comunes y por eso nos veíamos ocasionalmente. Y desde el principio supe que era un tío singular. Se nota cuando el bagaje de alguien no es fruto de lecturas, sino de viajes, de conversaciones y de experiencias vividas en la propia piel. No da la mano, te abraza. Recuerda en qué punto dejamos la conversación de hace dos meses. Pregunta por el asunto que tenías entre manos la última vez… Y a fuer de pequeñas conversaciones aprendí algunos retazos de su vida. No fue fácil, porque no era mi intención conocer más allá de lo que él mismo quisiera contar y porque no suele hablar de sí mismo… casi siempre era Silvia la que nos iluminaba con detalles de su vida.

De familia acomodada, más bien incrustada en la élite sociológica que mantuvo a la dictadura militar en Argentina y, por tanto, cómplice silenciosa de los crímenes. Sin apuros económicos. Comenzó a trabajar en el banco de su padre. Su futuro era prometedor y estaba asegurado… pero Lucho escapó pronto de esa vida encorsetada. Por injusta y por asfixiante. Nunca sabemos exactamente cómo o en qué momento se conforman nuestras convicciones vitales… a veces sólo somos conscientes de ellas después de un ramalazo irracional. Algo así le debió suceder a Lucho. Simplemente tuvo que huir de la vida regalada.


Se marchó y se ganó la vida seduciendo con su acento argentino y aprendiendo a renunciar a las necesidades impuestas e inútiles. Aprendiendo a disfrutar de los momentos que regalan nuestros días, en cualquier instante y en cualquier lugar. Viajó para visitar a amigos en Francia y Suiza. Aprendió a tocar extraños instrumentos musicales en la India y Vietnam. Y contempló cientos de amaneceres en cientos de sitios distintos… sin prisas, sin corbatas, sin horarios. Enseñó italiano, inglés y español en cada uno de esos lugares. Y acabó —no sabe explicar exactamente cómo— remansando en Cádiz, como un río en su tramo medio.

Pues han pasado algunos años y no se le desdibuja de la cara la satisfacción de ver el paisaje de cada día como si fuera la primera vez que lo encuentras…

¡Cómo coño lo hará el cabrón!  

lunes, 5 de octubre de 2015

Déjalo estar por hoy

Es mejor que hoy no escriba. Sería mejor dejarlo estar. Hay tantas cosas injustas en tu entorno que no sabes por dónde empezar. Existen cientos de cosas y casos por los que reventar, muchas de ellas cercanas y dolientes… y, sin embargo, hoy he caído en picado cuando he sabido que a una doctora en Historia del Arte, que llevaba cuatro años desempleada, la han subcontratado para dar clases por un año. Estaba contenta. Resignada. Mejor esto que nada, ¿no?



Y hoy no tengo palabras ajustadas para nada, sólo ganas de matar a alguien… pero tal crimen no serviría para torcer lo más mínimo la mierda de sociedad que tenemos, todo lo contrario: me convertiría en carne de represión ejemplar, en una coartada modélica para que el poder ejerciera su autoridad falsamente democrática. Sólo para eso serviría.

Yo estaría de acuerdo con la idea que va creciendo inevitablemente entre la gente, que las situaciones injustas generen una resistencia-desobediencia civil, no violenta, responsable, solidaria y universal. Ese debe ser un camino para apear del poder a la dictadura financiera que gobierna todos los aspectos de nuestra vida. Este gobierno del Máximo Beneficio Privado es el verdadero cáncer y causa de la desigualdad logarítmica que avanza por todo el planeta globalizado. Ese concepto (Máximo Beneficio Privado), como leitmotiv del mundo, debería ser desgajado de las entendederas y colocar en su lugar la felicidad del ciudadano.

Sí… hay días que es mejor no escribir nada. Días destinados simplemente a pasar. La pena es que los días, por malos que sean, son irrepetibles.