miércoles, 25 de marzo de 2015

César

Hay un grupo de gorriones picoteando una corteza de pizza. La corteza está ahí delante, en el césped, al lado de una lata de cerveza y una bolsa de plástico. Es un poco caótica la escena. Los gorriones se molestan entre sí y no colaboran aunque haya comida de sobra para todos. Se les ve felices. A veces les envidio –a los gorriones, digo- y pienso que tienen una vida cómoda. No les preocupa el porvenir, ni les pesa el pasado. Seguro que duermen divinamente, del tirón, sin preocupaciones por el futuro de sus huevos. Tampoco tienen patria que les duela porque en el aire no hay fronteras… ni tienen  penas (creo) si un gato callejero se zampa a un compañero de vuelos y migajas. Se lo comento a Álvaro mientras terminamos el café, pero no está de acuerdo conmigo, dice que a lo peor están acosados por ácaros parásitos y no se pueden rascar a gusto; que parecen estresados, que comen compulsivamente como si fuera su última ingesta. Eso es que viven intensamente el momento, pienso yo. No creo que les preocupe otra cosa. Luego se van volando a otros aires, sin terminar la corteza, y es como si nunca hubieran estado allí… Aparentemente no han dejado nada trascendente para la posteridad, pero son parte indisoluble del mundo.

Me dejó mil pesetas en 1974 y nunca se las devolví…

Ha muerto César, mi viejo amigo… y la vida sigue sin él. Y seguirá sin nosotros cuando hayamos muerto. Somos demasiado pequeños. La muerte no me hace pensar en ninguna inteligencia que nos observe como nosotros observamos a los gorriones. La muerte de César me deja quieto y pensativo. Le recuerdo joven y guapo, tenía éxito con las niñas. Simpático, siempre de buen humor. Hábil con las manos y generoso… una vez me dejó mil pesetas cuando con ese capital sobrevivías una semana en Torremolinos. Nunca se las devolví.

Desde los ocho años estuvimos juntos en el colegio de don Francisco Canto (ambos somos de formación PacoKantiana, por tanto), que estaba en el sótano de la casa de Luis, en Villajovita, un pequeño barrio de Ceuta, la pequeña ciudad española en el norte de África. Compartíamos el mismo pupitre, de esos que tenían un tintero de plomo alojado en un alveolo horadado en la madera. Un día tuvimos que aprender que la luz es la claridad que nos permite ver los objetos… y el jodido niño va y me dice que la luz era la claridad que nos permitía ver los ojetes. O sea, el ojo oscuro del culo humano. Por lo visto me hizo tanta gracia que exploté en carcajadas incontenibles. Todo el colegio se calló y cuando el maestro se interesó por mi situación no podía contestarle… Más tarde, el puñetero César, me preparó otra de esas. Me preguntó: ¿Tú sabes cómo se reproducen las gallinas? Y cuenta que di un manotazo en el pupitre y dije: ¡Se reproducen por huevos! Y esta vez nos reímos los dos hasta que nos doblamos de dolor. El maestro nos mantuvo separados desde entonces… y la vida hizo lo propio. Pocas cosas son convergentes por aquí.

Pues sí, ahí quedaron el pupitre y el tintero de plomo, y quedó un instante eterno con mi viejo amigo César. Cuando pagué el café, en el césped seguían la corteza de pizza, la bolsa de plástico y la lata de cerveza. Los gorriones habían volado a cualquier sitio. A nosotros nos parece que viajan al azar, pero seguro que lo hacen siempre con un propósito…

No hay comentarios: