martes, 30 de noviembre de 2010

A pesar del frío que se cuela por el cuello creo que la vida es maravillosa

Metía el hocico bajo la sábana y me lamía la mano. Así me llamaba Trufo a las seis de la mañana. Lo malo era que no distinguía sábados y domingos… hoy lo he tenido que llamar. Ya hace tiempo que lo tengo que llamar. No protesta, pero sale de la cesta con dificultad. Debe ser la cadera, que la artrosis le está fastidiando. Y baja la escalera con la cabeza un poco agachada, como humillada por el tiempo. Y en la cama tibia queda ella, seguro que nos ha escuchado, pero no se mueve. Es como una crisálida…


A las seis de la mañana es noche cerrada. Llueve y no hay gatos… pero, aunque los hubiera, hace tiempo que Trufo los respeta. La verdad es que nunca ha sabido muy bien qué hacer con ellos. Eran enemigos, vale… pero, ¿qué se hace con los enemigos? No, no creo que lo haya tenido claro. Y ahora, simplemente, se miran desde lejos. Tu por ahí, yo por aquí, y tengamos la fiesta en paz…

Y hemos usado un paraguas grande y robusto. Me lo regaló mi amiga Mariquita —esa niña rubia y guapa que vivía en la calle Góngora— cuando fuimos a visitar a Meli, que la habían operado en Cádiz. Ahora que lo pienso, nunca he tenido un paraguas tan bueno como este. Da gusto pasear bajo un paraguas así de robusto, y escuchar las gotas sobre la tela, es como sentirse cobijado y arropado en el regazo de la madre que cada hombre recuerda de vez en cuando. A Trufo no le importa mojarse, ni pisar los charcos (como él no friega el suelo…), pero yo los evito y voy dando saltitos cuando conviene… Y cuando termina de hacer sus cosas me mira como diciendo por mí, cuando quieras…

Pero no tengo prisas.

Últimamente me levanto con tiempo suficiente. Creo que estoy empezando a contemplar el tiempo, que es como verlo pasar por delante mientras el mundo discurre sus locuras… sí, a esas horas lo de WikiLeaks, la presión de los mercados o la manita del BarÇa son auténticas locuras. Estoy seguro.

Pero, no sé… es una madrugada de otoño; llueve y paseo con mi viejo compañero bajo un robusto paraguas que me regaló la niña rubia de la calle Góngora; y mientras vadeo un charco imagino a mi chica, arropada como una crisálida en nuestra cama tibia… y a pesar del frío que se cuela por el cuello creo que la vida es maravillosa. Estoy seguro.


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