miércoles, 28 de abril de 2010

Ceuta, verano de 1936. Víctimas del franquismo

Esta vez lo llevaron a la sede de Falange Española, en la plaza de los Reyes, y lo confinaron en una de las habitaciones con otros dos acusados de cualquier cosa. No era la primera vez que las nuevas autoridades de la España Nacional lo detenían. Su pasado sindicalista lo señalaba.

Los torturadores, ellos y ellas, reían y vejaban a los tres acusados. Los torturadores llevaban camisa azul de falange, con el yugo y el haz de flechas rojas en el pecho. A los torturadores se les veía dueños de la dicha y la desdicha de esos hombres... y rodeados de un criminal clima de impunidad. Encima de la mesa, presidiéndola, tres vasos altos de vidrio llenos de un líquido aceitoso… mezcla de aceite de ricino y valvulina, el aceite que se usa en la caja de cambios de los vehículos.

Una de las torturadoras, pelo recogido en un moño bajo, sin perder la sonrisa femenina, desenfunda su arma, apunta a la cabeza del primer acusado y le invita amablemente a beber el contenido de su vaso… El acusado lo hace. Lo bebe de un trago, y cae al suelo. Poco después muere.

El segundo acusado es homosexual. Ese es su delito. La torturadora le apunta a la cabeza y le espeta:

— ¡Bebe, maricón!

— ¡A vuestra salud, cacho de putas! — les contesta con valentía el acusado.

Puestos a morir, debió pensar que merecía la pena tomarse una última licencia: llamar putas a sus torturadoras. Pero, extrañamente, les hizo gracia la osadía del pobre diablo. Y los torturadores, ellos y ellas, entre carcajadas (nunca es fácil encontrar coherencia en los entresijos mentales de estos psicópatas) lo echaron a patadas a la calle. Sí… ¡lo dejaron en libertad! De ser un despreciable maricón, merecedor de vejaciones inhumanas o de la misma muerte, pasó a ser un hombre aparentemente libre porque les cayó en gracia a esa manada de despreciables vestidos con camisa azul.

“El tercero era yo —contaba José Luís años más tarde a sus hijos— y apuré el vaso de un solo trago, sin respirar…”

Estuvo años arrastrando enormes sufrimientos con el estómago. Años. Pero sobrevivió. Sobrevivió al brindis de valvulina para ser condenado a ocho penas de muerte por diversas causas de las que ni entendía ni tenía idea. Los siguientes tres años los pasó en el penal del Monte Hacho, en Ceuta, esperando el pelotón día tras día. Y escuchando cómo en los amaneceres aparecía un piquete de soldados y falangistas al mando de un sacerdote de sotana negra y pistolón al cinto. Un sacerdote muy conocido en la ciudad de Ceuta… tristemente conocido en Ceuta.

“Sacaban a diez u once presos, les hacían cavar sus propias fosas y los ejecutaban. Al único que sobrevivía de ese grupo le hacían sepultar a sus compañeros muertos. Y volvía a su celda a esperar otro amanecer…”·Y uno, después de conocer la historia del padre de mi viejo amigo, piensa la de veces que en mi infancia me habré cruzado con esa virtuosa dama por la puerta del cine Apolo… Porque las antiguas torturadoras de José Luís, las que ofrecían a sus indefensos invitados un vaso alto de valvulina y ricino, pasado poco tiempo, fueron recompensadas con un buen estatus social. Por eso, tal vez algunas de esas respetables damas ceutíes que el niño veía en sus paseos dominicales por la calle Real, no fueran más que torturadoras reconvertidas en señoras de alta sociedad, abuelas afables y bonachonas, que ofrecían croquetas a nietecitos; señoronas de caridad dominical, de misa y comunión diarias…

…misa, comunión y rosario que ofrecía el mismísimo sacerdote de sotana negra y pistola al cinto, que ejerciera otrora como jefe del pelotón que sacaba presos del Monte Hacho para asesinarlos sin juicio al pie de las murallas. Unos y otras, verdugos y torturadores, vivieron en paz el resto de sus días desplegando bonhomía y rodeado del respeto de unos conciudadanos que ignoraban... o callaban por miedo.

¡Hijos de mala madre! Aunque ya estén muertos y el tiempo haya cerrado las heridas, tienen todo mi desprecio.

En lo personal, como ciudadanos que somos, lo mínimo que podemos hacer por las víctimas del franquismo, como José Luís, es contar su historia. Su pequeña historia personal, aunque solo sea una mínima gota en el mar de injusticias que anega toda posguerra. Es lo mínimo que podemos hacer por ellos, aunque hayan callado toda su vida por miedo o por prudencia. Se lo debemos. Podremos perdonar, el tiempo lo arregla todo, pero no se debe olvidar. No tenemos derecho a olvidar su memoria.

Y en lo colectivo, como sociedad, lo mínimo que merecen los torturtadores y los asesinos es un juicio... un juicio, por lo menos, histórico. ¿Para cuando?

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