miércoles, 13 de abril de 2022

El neofascismo que viene (lo relativo y lo absoluto de León)

Este artículo se publicó en La Voz del Sur



León tiene seis años y ya va diciendo por ahí que los agujeros de gusano te llevan a un mundo paralelo y que el tiempo es relativo. No sabe qué está diciendo, por supuesto, pero repite esas cosas y tarde o temprano acabará entendiendo que hay minutos eternos y que hay días tan agradables que pasan en un minuto. La percepción del tiempo es así de caprichosa y con los años León comprenderá realmente que, como dice ahora, el tiempo es relativo. Y, a partir de esa convicción (sobre lo relativo de las cosas), tal vez comprenda que nadie ─ni políticos, ni curas, ni pensadores─ debe inculcarle NINGUNA VERDAD ABSOLUTA sin que él mismo la filtre a través de su propia percepción crítica. Porque esas supuestas verdades absolutas ─aceptadas sin un pensamiento crítico─ es un asunto altamente peligroso por lo que tienen de ciegas y excluyentes, y porque son siempre el germen de una intolerancia activa. Racionalmente no debemos aceptar verdades absolutas por lo que tienen de excluyentes e intolerantes, y mucho menos las enunciadas por líderes carismáticos o por los ministros de los propios dioses, porque no son más que sus opiniones… algunas puede que respetables, incluso.

Pero no solo la percepción del tiempo es relativa. A León le tocará vivir un mundo con valores relativos y cambiantes porque los que parecían estar sólidamente aceptados, asentados y consensuados entre todos, esos valores que pensábamos estaban firmemente incrustados en la esencia del hombre civilizado, están siendo disueltos por las nuevas propuestas autoritarias, neofascistas, intolerantes e irrespetuosas que se alzan en el siglo XXI. VOX y Abascal en España, Agrupación Nacional y Marine Le Pen en Francia, Liga Norte y Salvini en Italia, Fidesz y Orban en Hungría, Rusia Unida y Putin, Partido Republicano y Trump en USA, Partido Liberal y Bolsonaro en Brasil, etcétera.

Los autoritarios y neofascistas utilizan las democracias para, a partir de ellas (y con el voto de mayorías cada vez más amplias), iniciar una deriva evidente hacia regímenes tiránicos. Ya lo hicieron así en el siglo XX y hoy vemos esa peligrosa deriva en numerosos países (Hungría, Polonia, Filipinas, El Salvador, Brasil, Rusia, Italia, Francia, España, Estados Unidos, etc.). Y no estoy pensando en cuestiones metafísicas, hablo de que los autoritarios y neofascistas conculcan valores tan básicos, evidentes y simples como que todos los seres humanos nacemos libres e iguales, con independencia de cualquier origen social, geográfico o religioso. Los autoritarios y neofascistas cuestionan que todos tengamos los mismos derechos y deberes, ya seamos hombres, mujeres o cualquiera de las variantes de género que consideremos. Hablo de que estos actores políticos que violentan los Derechos Humanos ─esas intenciones definidas por las Naciones Unidas como un estándar común a ser alcanzado por todos los pueblos y naciones…derechos que, en beneficio de la humanidad, tenemos que elevar a la categoría de rasero moral y universal de los hombres y mujeres del planeta. Un mínimo y común código moral. Valores universalmente aceptados y de obligado cumplimiento para todos… valores que ahora son cuestionados por esos movimientos sociales y políticos filo fascistas que vuelven a sus casposos postulados de intolerancia. Postulados y crímenes que el mundo condenó en Nüremberg pero que siguieron vivos y jaleados en la España de Franco y en la España de la Transición hasta llegar al siglo XXI camuflados en nuestra democracia. Postulados propios del pitecántropus… mi tribu, mis costumbres, mis tradiciones, mi lengua, mi hembra, mi pan, mi agua, mi caza, mi frontera, mi religión, mi enemigo y mi interés por encima de todos… eso es el fascismo del siglo XXI. Pura obsolescencia traída al presente apelando a lo simple y primario, a lo más atávico del ser humano. El neofascismo es una llamada al cerebro de reptil que llevamos dentro.

Como dice León, el tiempo es relativo pero la democracia también… puede haber votos de por medio (los hay hasta en Rusia con Putin y en Estados Unidos con Trump), pero eso no es suficiente para validar un sistema. Jamás se pueden votar (y cuestionar, por tanto) ideologías que ponen en tela de juicio los derechos humanos como valores universales, sólidamente aceptados, asentados y consensuados. Esas ideologías fagocitan la democracia destruyendo valores que son un ABSOLUTO integrado en la convivencia de los hombres civilizados. Propiciar el neofascismo con nuestro voto, por muy cabreados que estemos con el gobierno de turno, es tan ridículo y autodestructivo como el soldado que deja de comer para que se joda el sargento-cocina.


martes, 29 de marzo de 2022

El día que comenzó la guerra

 Este artículo se publicó en La Voz del Sur

Río Lillas, en el Parque Natural Hayedo de Tejera Negra

El día que comenzó la guerra en Ucrania atravesé Cantalojas, un pueblecito en el norte de Guadalajara. Era la primera vez que viajaba sin mi copiloto. El asiento de ella se llenó con la gorra del Cavern Club de Liverpool que me regaló Hermi, la cámara Go-Pro, una botella de agua y el macuto rojo… esas cosas iban en su lugar. Nadie desplegó un mapa a mi lado ni miró el móvil para orientarse. Nadie me avisó de cuál sería el próximo pueblo. Nadie me dijo con premura: Por allí, por allí. Ni yo pregunté: ¿Por allí es por la derecha o por la izquierda? Y ella no enfatizó: Te estoy diciendo que por allí. ¡Ya te lo has pasado! Sí. A veces no era una buena copiloto, pero nos reíamos o nos enfadábamos según se terciara. Y siempre había kilómetros por delante para arreglar el problema. Pero ya no está… Nadie me buscó la emisora local o encendió por mí el aire acondicionado. Tuve que aprender a hacerlo solo, sin despegar la vista de la carretera. Hay que aprender a hacer muchas cosas sin ella. Por eso era importante hacer este viaje sin copiloto.

Apenas las 9 de la mañana cuando atravesé Cantalojas, estaba nublado y el termómetro marcaba un grado sobre cero. Desde la aldea rodé ocho kilómetros a través de una pista forestal camuflada en mitad de un bosque de pinos rojos. Las cunetas seguían cubiertas de nieve y las rodaduras embarradas. A veces, el coche perdía tracción en el barrizal y se iba para donde le ordenaba la fuerza de la gravedad ─que es una ley muy suya, todo sea dicho─ que no era precisamente por donde yo quería ir. Esa falta de control sobre la máquina me hacía consciente de lo frágil que somos los humanos frente a cualquier cosa. Me parece a mí que la libertad ─y la voluntad de ser libres─ termina donde comienza la ley de la gravitación universal, la física o la voluntad de los poderosos que deciden ejercer su poder, como Putin en Ucrania, Busch en Irak o Netanyahu en Gaza. Se mire por donde se mire, somos el resultado de leyes inamovibles y repetitivas en este universo político, humano o simplemente físico.

La pista forestal terminaba en un prado que en otoño se convierte en el aparcamiento de los que visitan el hayedo de La Tejera Negra. Ese día laboral de pleno invierno no había ningún coche. Sabía que no era buena época para visitar un hayedo, que en otoño es lo propio, cuando los colores de las hojas son de una belleza inimitable por muchas acuarelas que pinten los que saben hacerlo. Pero no podía esperar porque el tiempo fluye y no vuelve. Ya sabía que el hayedo no tendría hojas, que estarían todas en el suelo formando una alfombra crujiente, pero seguiría siendo un hayedo. Yo mismo carezco de muchas cosas y sigo siendo un ser humano. Las carencias no nos privan de nuestra condición… y así, un hombre sin alegría caminaría por un hayedo sin hojas, y seguirían siendo hombre y hayedo.

El jueves, 24 de febrero de 2022, cuando comenzaba la guerra en Ucrania, el río Lillas seguía atravesando su valle con alegría. Bordeando la pradera, a ambos lados del riachuelo, se espesaba un bosque de pinos rojos. Al fondo se dibujaba el macizo de Ayllón, con manchones nevados y sus laderas cubiertas de hayas grises y sin hojas. Sonaba algún pájaro carpintero y volaba alguna rapaz, pocas. Sin cobertura en el móvil. La soledad era radical y pesaba tanto que hasta me daba pescozones en el cogote, la puñetera. Era una soledad física, espesa y envolvente. Todas las cosas grandes y preciosas son solitarias, decía John Steinbeck. Lo que tenía por delante era grande, precioso y sobre todo solitario. La verdad es que cierta congoja y vértigo me producía tanta soledad… entendida como abandono, desamparo o indefensión, además de la ausencia total de seres humanos. Como te rompas una pierna, aquí te quedas, tío… Pero el paisaje era francamente espectacular y atractivo. Provocaba la misma atracción que causa el vacío. Un paso detrás de otro, casi sin ser consciente, me fue introduciendo cada vez más en ese paisaje solitario.

Piedras en equilibrio junto al río Lillas

El río, la pradera, el bosque, los sonidos mezclados de la brisa, el agua circulando, los árboles que se mecen… el espacio abierto delante de tus ojos era lo diametralmente opuesto a lo constreñido de las cuatro paredes donde uno se reduce y se aísla día tras día. La percepción de que solo estás tú, y lo que llevas en la mochila es todo lo que tienes, proporcionaba una pulsión de libertad gratificante. Pero estás solo y no puedes compartir estas sensaciones con ella, y eso es extraño, contranatural… Me inundó entonces una necesidad imperiosa de ser consciente de todos los detalles para recordarlo, de fotografiar cada panorámica, captar la belleza, los silencios, los sonidos, los olores, y vivir la sensación placentera de estar en la naturaleza ─y de ser naturaleza─ sin humanos de por medio …porque se lo tengo que enseñar a ella cuando vuelva. Pero ¡vaya! Esa ilusión dura una fracción de segundo… lo suficiente como para que al volver a la realidad provoque una decepción. Tras esa ilusión instantánea, toda la soledad del entorno te envuelve y cristaliza de golpe en el corazón para detenerlo un momento. No, Milan… todo esto lo estás viviendo solamente tú, cariño. Relájate.

Sí… la naturaleza es un bello desorden. El cauce del río Lillas es un ejemplo de esa belleza. Después de cada crecida las piedras erosionadas se acoplan unas con otras hasta encontrar un equilibrio estable. En ese momento cada canto rodado ha encontrado su estado de mínima energía. Y solo una fuerza superior es capaz de modificar tal situación… una fuerza superior o una voluntad consciente.

El día que comenzó la guerra en Ucrania, en el cauce del río Lillas, levanté, con voluntad consciente, una columna de piedras desafiando al desorden caótico que rodeaba la escena. La gravedad me lo permitió a duras penas. Es bello el orden y es bello el caos cuando coexisten… posiblemente porque ser consciente de uno nos hace apreciar su contrario. Amamos el orden en mitad del caos y amamos el caos en medio de un orden asfixiante… solo percibimos los contrastes.

Cuando acaba la vida los elementos que la componen tienden al desorden. Y allí, rodeadas de caos, quedaron mis piedras en equilibrio ─como una alegoría de vida y orden─ el día que comenzó la guerra en Ucrania, al albur de la lluvia, de la crecida o del viento. Caerá tarde o temprano porque todo lo humano es efímero. Y, por encima de cualquier ilusión de conocimiento que nos hagamos, el hecho de que nada es eterno es la única certeza que podemos alcanzar…

jueves, 17 de febrero de 2022

Solo este momento sirve

 Este artículo se publicó en La Voz del Sur

El naranjo enano tiene 18 naranjas del tamaño de una nuez. Hay dos en el suelo, arrugadas ya. Se cayeron hace tres días y el anciano no hace nada por recogerlas. Las mira y lo deja estar. ¿Quién es él para oponerse al devenir del universo? A mediodía, cuando más calienta el sol, se sienta a leer y cada dos párrafos levanta la vista del libro para mirar las naranjitas. Y así deja pasar el tiempo, preguntándose qué cosa tiene que emprender… no porque lo haya olvidado, es porque no encuentra nada ilusionante que le mueva. El anciano es consciente de la ausencia que ha dejado ella, la compañera de su vida. Conoce en su propia carne el paso irremediable del tiempo, el ocaso de la vida, la fragilidad de cualquier equilibrio que cualquier hombre pueda construir. Conoce esas cosas. El anciano vive sin alegría. Nadie dijo que esto fuera un jolgorio permanente… más bien todo lo contrario, un lugar con acechanzas tristes amenazando siempre. Pues eso.

La perrita husmea por el jardín. El anciano ha descubierto que es ella la que se come las migas de pan duro que deja para los gorriones. A mitad de febrero están empezando a salir flores por todos lados. Ya es primavera y siguen sin aparecer las nubes. Un pertinaz anticiclón impide que entren las borrascas hacia la península y ahí estamos, sin lluvias desde hace muchos meses. Por eso los ilusos de chaqueta, corbata y brillantina empiezan a sacar a los santos milagreros para pedir lluvias, como en la edad media. Hay que ser imbécil para entrar en esas cosas. No es falta de respeto llamarles así, piensa el anciano, es marcar la falta de racionalidad de esos actos.

Hoy se ha caído otra naranjita y el anciano sigue sin voluntad para recogerlas. El tendedero soporta un pantalón vaquero y un albornoz azul. Seguro que a media tarde estarán secos porque sopla brisa de poniente y no hay nubes. Ni una puñetera nube en el horizonte y así no hay manera de que llueva. Nos vamos al carajo, la civilización digo. Esta forma de civilización, con estos valores, se va al carajo. Seguro que surgirán otras civilizaciones con otros valores, más simples y también más injustas, y los nuevos civilizados tendrán que caminar por el sendero de conquistar derechos y deberes para todos… esa eterna y tediosa lucha de los oprimidos contra los opresores que llena toda la historia de todas las civilizaciones de hombres y mujeres. Pero el anciano piensa que no estará para ver otra vez esa vuelta de tuerca histórica. Lo percibe como un aburrimiento, ¡pero si ya hemos pasado por ahí, cojones! Será el mundo de sus nietos, será la civilización que ellos construyan. Él ya no está, ni cuenta, para nada ni para nadie. Es lo que tiene dejar pasar el tiempo mientras caen las naranjitas.

Sí… el anciano levanta los ojos del libro después de leer dos párrafos. El sol de febrero, aunque se acerque el medio día, no está muy alto. Es una belleza esa luz fría que deja sombras alargadas. Es una belleza la brisa de poniente que mece las hojas de la palmera… siempre ha usado esa palmera como veleta. Según estén las hojas, sopla levante, poniente, norte o sur. De un rápido vistazo sabe qué viento sopla. Es una belleza que las hojas oscuras de la begonia reflejan el sol que recibe. Las hojas grandes de la aspidistra bailan con la brisa una danza repetitiva. La perrita sestea al sol tibio. Los gorriones se pelean por un trocito de pan y se gritan entre ellos…

Hay belleza y pereza en todo lo que rodea al anciano. Pero la tristeza lo supera y por eso procura disfrutar del ese instante, que es un instante irrepetible, como todos los instantes. El pasado ya no está, ni se le espera. El futuro no está construido. Solo este momento sirve… ¡A por él!

miércoles, 5 de enero de 2022

Para Bala, por su alegría y su sonrisa que hace felices a los que la rodean



Mientras cenábamos en la nochevieja de 2021, mi nieta Vega, de nueve años, preguntó quienes eran las niñas de la foto que veía en la pared. Era una foto que mi amigo Alfonso nos regaló hace ya unos años. Y, aunque estaba un poco lejos de Vega, intentó leer la dedicatoria. Entre la lejanía y la caligrafía le resultaba difícil, así que la ayudé leyendo al mismo tiempo que ella iba descifrando: En la vida mucha gente juega al escondite… Yo no recordaba qué había escrito Alfonso. Cuando leí con Vega …para Bala por su alegría y su sonrisa que hace felices a los que la rodean… No pude terminar de leer. Se hizo el silencio en la mesa.

A ratos esto duele mucho.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

En las noches largas y tristes



Ahora estoy aprendiendo a caminar con una mochila llena de tristeza. Así la vida es más pesada, pero intento caminarla, aunque sea a trompicones. Es el precio de sobrevivir. Uno sigue caminando en solitario —todavía no se sabe exactamente hacia donde—, con los hombros más vencidos y la mirada arrastrada. Pero se continúa. Quiero continuar. Hay hijos y nietos para verlos vivir su vida… Mientras haya de eso, vida.

Ella aparece hasta en los detalles más pequeños… se personifica en una pelusa estancada tres días en un rincón de la casa. Siempre era ella la que terminaba recogiéndola y me reñía por pasar al lado de la pelusa y hacer como si no la viera. Ahora, por más veces que pasó, ahí sigue. No se esfuma la jodida pelusa y ya no está ella para limpiar ese rincón. Y si me agacho a recogerla, ella también está ahí, es lo que haría. Es su mano la que dirige.

Y en las noches largas y tristes de hospital, con ella respirando a trompicones en la cama, yo voy imaginando cómo va a ser la casa sin su presencia. He asumido lo irremediable. Sé que no va a volver y busco en internet videos de cómo coño se limpia un jodido baño… Y me siento un miserable haciendo eso mientras ella se afana en respirar una vez más.

Debería estar roto de tristeza cuando pienso que ella no se levantará de esa cama. Hace unos días salía con Boro-Boro al Parque del Oeste. A las siete ya es de noche y nadie se percata de un tío que se hincha de llorar en un banco. Pocas veces se llora así. Es liberador. La perrita vigilaba el macizo de adelfas por si marcaba alguna rata. El humano miraba al suelo con la cara tapada. Pero he superado esa fase. No sé cómo se hace, pero ahora puedo hablar de ella sin rompérseme la voz. Debe ser la mochila de tristeza que decía, que ya la llevo a cuestas para siempre, integrada como un caparazón que me protege.

Cada momento que pasa le quedan menos pulmones útiles a ese cascabel, que era más cascabel que ser humano. Le falta más aire. El cáncer, ese puto cabrón de mierda, progresa a su ritmo. La va llenando de ansiedad. Y aquí sigo, agarrado a su mano vigilando la respiración, que parece que se le olvida respirar y cuando lo recuerda inhala el oxígeno con ferocidad. Y aquí sigo, plantado delante de la cama, como un buitre miserable, acojonado porque puedo asistir a su última bocanada de aire y no podré hacer nada para evitarlo. Sólo existe un sitio útil en el universo: junto a ella, prendido de su mano.

A veces me descubro mirando al frente, absorto, sin ver qué coño hay delante… Voy teniendo la capacidad de dejar pasar el tiempo ensimismado en absolutamente nada. Algo enorme, que me supera, gobierna la vida. Pasaba lo mismo que en la mili. Allí existía un gobierno que decidía todo por mí. Me dejaba llevar. Tenía que dejarme llevar porque así era el sistema. Regía un horario que otros hacían para mí. Que me levantara, me levantaba: qué toca desayunar, desayunaba; qué a desfilar, desfilaba… Cada día era eso. Seguir un dictado externo. No hacía falta decidir nada y eso suponía la anulación de tu voluntad, el estado de desidia perfecto. Eso pasa ahora: ella, postrada en la cama, gobierna todos los aspectos de la vida. El centro del universo, como un agujero negro, es ella y la sonrisa que se le escapa…

Los nietos le envían videos con sus cosas y sus conquistas. Le envían sus deseos de mejorías: que te pongas buena, abuelita, le dicen… Pero ella se concentra en conseguir la siguiente bocanada de oxígeno. Sólo tiene fuerzas para eso. Ni siguiera consigue abrir los ojos para ver el dibujo de Vega o la carilla sonriente del pequeño personaje cantándole un villancico…

Me asomaré al salón y ella no estará. Me he pasado la vida detrás de ella. Siempre estaba cerca para compensar mis carencias… ella lidiaba con los robots parlantes de Vodafone. No sé, ¿quién coño va a asumir ahora los desafíos diarios?

En las noches largas y tristes de hospital, gorgotea el oxígeno a través del agua… Cerraba los ojos y procuraba imaginar un riachuelo reptando por un bosque húmedo, con troncos cubiertos de musgo verde y jugoso, con aroma de tierra húmeda y crujir de hojas secas. ¡La cantidad de veces que hemos paseado por sitios así! Pero no. No alcanzaba a sentir el riachuelo ni nada de eso, ni de lejos. Podía más el silencio nocturno de un hospital, roto a intervalos por las pisadas y ruidos cristalinos de agujas y tubos… A veces la vida es un muro de piedra para chocarse contra él y partirse la crisma.

Le han subido la dosis de morfina y pasa la mayor parte del día dormida… Pero se queja en sueños y dice palabras que no entiendo. Cada vez que recobra un poco de conciencia, cuando se disipa la morfina, busca desesperadamente un aire que no llega por más que lo intenta. Y, entonces, una mañana de diciembre, pedí que la sedaran. Y lo hicieron… Sabe usted que esto es irreversible, lo sé. Sepa que se va a dormir profundamente, sin soporte vital hasta que respire por última vez. Si, lo sé. Lo sé porque la muerte es tal vez el único conocimiento absoluto que tenemos y porque el puto cáncer la va a matar… Lo penoso no es que vayamos a morir. Lo penoso es saber que la mujer de tu vida, ese rabito de lagartija que no paraba quieta, tiene los días contados y solo puedes dejar pasar el tiempo sabiendo lo que sabes… lo jodidamente catastrófico es entrar en una consulta médica programada y acabar así: siendo el recuerdo más maravilloso que uno pueda tener. Puto cáncer, que no nos ha dejado tiempo para decirnos las últimas palabras en paz, ni asumir con serenidad la despedida.

Y cuando crees que tienes apalancada toda la tristeza en la mochila, cuando te crees que ya puedes verbalizar las cosas y hablar de ella sin que se atragante la garganta, llegan los amigos, la familia y te abrazan… Y entonces la garganta se atasca de nuevo y otra vez las lágrimas afloran y resbalan sobre el hombro del amigo, de la hermana, del hijo… Y más tarde, instalado ya en la casa vacía, el jodido Google te recuerda que hace tantos años estabas con ella en no sé cuál sitio, con tu compi sonriente, feliz con los ojos chispeantes y haciendo la payasa… y entonces no tienes un hombro para empapar de lágrimas. La pena que habías apalancado en la mochila no era toda la pena, había más… Y no sé si tendrá capacidad que recoger toda la tristeza que la puñetera Balita nos deja a los vivos.

El primer día del resto de mi vida era eso: un padre y dos hijos fundidos en un abrazo apretado, mientras en la cama de un hospital permanece una criatura que cuando sonreía transformaba el mundo en algo amable y mejor.

Si hubiera una forma de hacerle llegar cuánto la queríais…

jueves, 25 de noviembre de 2021

La eterna lucha entre oprimidos y privilegiados

 Este artículo se publicó en La Voz del Sur



Hay un payaso junto al BBVA, en la plaza de los hornos púnicos. Hace malabares con tres pelotas de tenis a cambio de la voluntad… pero poca voluntad me parece a mí que fluye por aquí. En el centro de la plaza hay eso, hornos púnicos y fenicios, pero nunca sé cuáles son los fenicios y cuáles los cartagineses. Y me maravilla que haya gente que los estudie y los sepa distinguir. Ya me gustaría. Supongo que con tiempo y dedicación todo se consigue… recuerdo que una vez —con tiempo y dedicación— fui capaz de entender la ecuación de Schrödinger, ese galimatías de símbolos cuánticos que explicaban el electrón. Pero no sé, eso de emplear el tiempo en una cosa u otra lo llevo ahora con mucho recelo. Porque sí, porque a ciertas edades, conforme el tiempo fluye inevitablemente hacia su agotamiento, uno va pensando en lo valioso que es, y hay que decidir cómo se utiliza …o cómo se pierde, que también es una opción. Ya sé que no podré leer todos los libros que debería, ni entender yo-qué-sé-cuántas cosas para estar y ser mejor en el mundo que me ha tocado vivir. No sé… la gente de las aceras, la gente normalita, nos hemos pasado los últimos años tratando de entender —con éxito variable, por cierto— las crisis que nos han echado encima los que mandan en la sombra sin nuestro permiso. Entiendo que la dinámica social se me escapa, que la sociedad va mucho más rápida de lo que yo alcanzo a asimilar y cuando medio asumo las nuevas tendencias, me las cambian y se me queda cara de tonto. 

Sin embargo, hay algo que nunca cambia, ni en esta ni en las anteriores generaciones: la eterna lucha entre los oprimidos y los privilegiados. Los muchos peleando por alcanzar derechos y los menos defendiendo unos privilegios que consideran de su propiedad y que mantienen a costa de la sumisión de los primeros. Desde el principio de los tiempos estamos con esto… parece que esta lucha es el motor de la historia. En lo más profundo, la sociedad humana es muy parecida a una bandada de buitres devorando carroña. No hay mejor escena caótica para visualizar lo peor de nosotros mismos. Los más fuertes apartan, pisotean, aplastan y se hartan de carroña para continuar siendo los dominantes. Los débiles no alcanzan a comer más que los pocos despojos de despojos para continuar siendo los dominados. Esa es una constante en la dinámica vital de los buitres, pero también es una constante en la historia de las civilizaciones humanas. Y me parece que por encima de la ley del más fuerte deberíamos imponer el raciocinio y esa componente cultural que —se supone— nos hace humanos. Seguro que hay carroña para todos si se acuerda un orden racional… pero no aprendemos. Yo creo que es nuestra condición, que siempre aparece algún grupo que se salta la fila para comer en primer lugar, más y mejor. Somos capaces de componer sociedades avanzadas en lo social y en lo humano (el arte, la creación, la belleza, la ciencia, la conciencia, la tecnología, la solidaridad, la ecología, etc., lo demuestran), sociedades que se organizan en torno a la voluntad popular y, por tanto, teóricamente capaces de elevarnos por encima del caos de una bandada de buitres… pero ¡quia! Son ilusiones. La realidad es que las sociedades democráticas no se organizan en torno a la voluntad popular sino en torno al poder de los mercados. Y cuando nos gobiernan los mercados y sus sacrosantas leyes, se nos va a la mierda la felicidad de las personas, volvemos a la orgía carroñera de los buitres y al darwinismo social. Estos días lo hemos visto en Cádiz (sur de España): los obreros del metal luchan por sus derechos. Los buitres dominantes se los regatean. Los secuaces vocean infamias…  

Sí… conforme el tiempo personal se agota parece fluir con más velocidad. Nos vamos quedando sin tiempo para asimilar las cosas que pasan a tu alrededor. Sin embargo, uno se consuela pensando que nadie alcanza a comprender el universo y mucho menos los vaivenes de la sociedad humana. Bueno, no importa, tampoco comprendemos las utopías o las entelequias y ahí estamos, buscándolas…


lunes, 15 de noviembre de 2021

La misteriosa piedra del tío Chico

 La misteriosa piedra del tío Chico (lavozdelsur.es)


La misteriosa piedra del tío Chico
La misteriosa piedra del tío Chico

Poco tiempo le queda a la plaza del Rey de San Fernando en la disposición actual... lo digo por la próxima remodelación, no por mis preferencias republicanas. O sea, tranquilos, que no se va a llamar Plaza de la República. Ya nos gustaría a muchos o pocos, pero no, seguirá siendo la plaza del Rey. Van a quitar las palmeras, los robustos laureles de indias —que, por cierto, hace años que podrían haber creado una bóveda capaz de cubrir de verde toda la plaza… pero las podas castrantes lo mantienen como setos cuadrados—.

De paso y de tapadillo se llevarán el caballo del general Varela, con el jinete incluido, a un almacén. No porque su presencia en mitad del pueblo sea un atentado a la decencia (que también), sino porque no encaja en el nuevo diseño de la plaza. Bueno, las cosas son como son y al final todos nos conocemos y nadie engaña a nadie. Van a dejar la plaza totalmente diáfana, tal y como fue diseñada en el siglo XVIII. Como espacio dieciochesco será un ágora ejemplar, pero como plaza pública ubicada en el tórrido sur será impracticable durante los días de verano, cuando el sol caiga a plomo derritiendo sesos y entendederas. No sé yo... además, la falta de acuerdos prácticos en la cumbre climática de Glasgow no va a mejorar las expectativas de salir ileso después de atravesar esa superficie abierta en los días de verano. Eso sí, al atardecer será un escenario estupendo para la celebración de una enorme variedad de eventos populares… Una cosa por la otra.

Por lo que se ve, después del confinamiento, cuando hemos vuelto a salir y medio recuperado la cercanía social, las terrazas se han expandido como el universo en sus primeros nanosegundos de existencia. Hoy las terrazas bordean la plaza del Rey en sus cuatro costados y ocupan buena parte de la superficie útil. Y, aparentemente, todos —hosteleros, consumidores y paseantes— parecen estar contentos con la situación. Hay mesas por todos lados y el espacio común ha menguado en beneficio de los negocios privados. ¿Será así para siempre o el espacio común que se ha privatizado volverá a lo público? No digo que esto sea necesariamente inconveniente, digo que es un espacio público, común, de todos, arrendado (creo) al negocio privado.

Esa tarde, servidor es uno de los usuarios de las terrazas, conste. Descafeinado con leche y churros, pido. El sol cae detrás de Varela, el general bilaureado y traidor a la patria, convertido en contradictorio jinete de bronce cagado de palomas. Se han ocupado todas las mesas mientras atardecía, señal de que estamos contentos con la cosa. Es una tarde de otoño espectacular. Ni frio ni calor. Los niños gritan como poseídos por espíritus ahítos de anfetas. ¡Qué vitalidad tienen los puñeteros, pordió! Eso va a ser que me hago mayor... el camarero no para de servir café y churros a 2,40 € el servicio, y lo hace con rapidez.

Pero hoy ha fallecido el tío Chico, hermano menor de mi padre… y nos hemos quedado sin referencias. No nos queda nadie de su generación. Todos los hijos, nueras y yernos de la abuela Mamina, que nació en Ceuta en el año 1900, han fallecido. Hoy somos seis primos enfrentados directamente a la muerte. Nada nos separa de ella. Ya no tengo a nadie que me aclare cualquier detalle oscuro de mi niñez. Tengo un momento muy chungo cuando rememoro la última conversación con el tío Chico. Curiosamente, la primera bofetada que yo recuerdo en mi vida me la dio él porque me advirtió que no tocara una cosa peligrosa, y la toqué. Había construido una escopeta submarina que lanzaba arpones con una fuerza extraordinaria —el tío Chico hacía inmersiones con botella y pescaba meros gigantescos por las costas de Ceuta en los años 50 del siglo pasado— y estaba probando el gatillo y la potencia de las gomas elásticas en la bañera de la casa de la abuela Mamina. Cuando me vio interesado en sus manejos… No toques eso, me dijo. Y lo toqué. ¡Plas! Una cachetá limpia y seca. Inesperada. Acción, reacción. Servidor debía tener cuatro añitos. Lo recuerdo bien.

El tío Chico habría sido un ingeniero extraordinario, pero quedó huérfano con siete años. Cosas de la Guerra Civil y sus posibilidades se fueron al garete. Inventaba y fabricaba cosas ingeniosas. Comprendía y arreglaba cualquier artefacto y se las apañaba para utilizar lo que tuviese a mano para solucionar todo mal funcionamiento. Recuerdo que construyó una compleja maquinita que liaba cigarrillos. Ponía una porción de tabaco en un pequeño depósito y un papel de fumar en una bandeja, entonces le daba vueltas a una manivela, se movían engranajes y salía el cigarrillo liado y dispuesto para fumar. Yo me quedaba extasiado viéndola funcionar. A mí aquella máquina me parecía algo extraordinario y a lo largo de su vida realizó innumerables soluciones-inventos… pero, sin duda, lo que más me influyó del tío Chico ocurrió cuando yo tenía seis años. Sentados en torno a la mesa del comedor de Mamina estaban Boris Fossati, el médico que vivía en el piso de abajo, y el tío Chico. Ambos buceaban con botellas y habían sacado una hoja fósil del fondo marino del estrecho de Gibraltar. Observar a aquellos dos hombres tan mayores y respetables, interesados en una singular piedra me impresionó mucho y me sentí profundamente atraído, máxime cuando el tío Chico me explicó que hacía millones de años, antes incluso de que se abriera el estrecho, una hoja cayó al suelo y poco después quedó aprisionada en el barro hasta que se convirtió en esa piedra gris que tenía entre las manos. Más tarde el nivel del mar subió y subió hasta inundarlo todo. Me dejó tocarla (esta vez, sí). Esa explicación, dedicada a un niño de seis años, tuvo un efecto atronador en mi conciencia. Era como uno de los cuentos que narraba Carmen, una de las abuelas que salían al anochecer a la puerta de su casa, en el viejo barrio de Villajovita, en Ceuta, a contar historias a los niños… hace millones de años, cuando no existía el estrecho de Gibraltar, una hoja se convirtió en piedra y el mar lo inundó todo… tenía todos los ingredientes para ser una historia preciosa y mágica. Pero ésta era real, por tanto, la fantasía era posible. La hoja de piedra, que me dejó tocar el tío Chico, lo demostraba.

Pero fue inevitable. La fantasía de tal historia se perdió con los años. Quedó aprisionada en la niñez, como aquella hoja en el barro. Sin embargo, la curiosidad que me despertó en ese momento, y esa pequeña explicación, siempre se han mantenido vivas. Cada uno de nosotros es la suma y la consecuencia de miles de momentos vividos. Lo que yo soy también se lo debo al tío Chico y a esas palabras que susurró, tal vez sin intención didáctica, mientras acariciaba la misteriosa hoja de piedra. Sí… nos vamos quedando sin referentes porque es inevitable tomar el último tren. Y cuando lo hacemos ya hemos dejado retazos de nuestra vida para enriquecer la vida de los que aquí quedan. Seguro que la tierra te será leve, querido tío. Gracias por lo que nos dejas. Siempre te recordaremos porque somos tu consecuencia.